Por Sandra Auladell
No hay nostalgia peor que añorar
lo que nunca, jamás, sucedió.
(“Con la frente marchita”, Joaquín
Sabina)
Los amores cobardes no llegan a
amores
ni a historias, se quedan allí.
Ni el recuerdo los puede salvar,
ni el mejor orador conjugar.
ni a historias, se quedan allí.
Ni el recuerdo los puede salvar,
ni el mejor orador conjugar.
(“Oleo de mujer con
sombrero”, Silvio Rodríguez)
Alguna vez escuché una explicación sobre goce y deseo a
partir de un cuento de Fontanarrosa. En
“El día que cerraron El Cairo”[1], el protagonista, sorprendido por el cierre imprevisto del
famoso bar de Rosario, sitio habitual de reunión con “los muchachos”, comienza
a deambular en busca de los otros integrantes del grupo, tratando de imaginar
dónde podrían haber ido. En su derrotero, comienza una charla casual con una
joven, muy atractiva, quién lo invita a tomar un café a un bar de la zona, y
luego, a subir a su departamento. Cuando ya suponía un encuentro sexual seguro,
la presencia de visitas inesperadas en la casa de ella, los hacen posponer la
cita. Acuerdan que él la visitaría la tarde siguiente. Ese día,“a la hora señalada”, él se muestra
entusiasta. Satisfecho porque no hay nuevos imprevistos, llega puntual,…a “El
Cairo”, para contarle a sus amigos, al detalle, lo ocurrido el día anterior.
El desenlace, entre
absurdo e hilarante, nada nos dice de los motivos por los cuales deja plantada
a la mujer que hasta ayer era la de sus sueños. Pensé cuán a menudo nos
encontramos con historias semejantes, por ejemplo, en el cine, en películas que
consideramos clásicos, donde lo característico (¿lo atractivo?) es esta
mortificación del deseo.
Así, podemos mencionar
filmes como “Breve encuentro” (D.Lean,1945), que en Argentina recibió el título
aún más funesto de “Lo que no fue”, o en la más moderna “Los puentes de
Madison” (C. Eastwood, 1995), en los cuales la posibilidad de realización de
algún deseo queda limitada a una suerte de recreo dentro de una realidad
tediosa y rutinaria, que en ambos casos
se liga a la vida marital (apreciación poco feliz del matrimonio, de paso). No
tenemos “happy end”, los protagonistas entienden que no pueden soslayar sus
obligaciones en busca de un “loco amor”, el cual queda reducido a un recuerdo para guardar en
secreto.
En “Algo para
recordar” (Mc Carey, 1957), la cuestión se complica un poco más, los protagonistas,
ambos comprometidos, se enamoran. Se dan un plazo de seis meses para resolver
sus respectivas situaciones: ella, separarse de su esposo; él, dejar de ser
mantenido por sus mujeres, conseguir trabajo y valerse por sí mismo. Se citan en el Empire State. Ambos trabajan y
logran lo acordado. Pero…¡Ay!, ¡Ojo con lo que deseas! El mensaje es claro: si
vas detrás del objeto de tu deseo, podrás sufrir un accidente y quedar
paralítica de por vida. Otra vez, no se
encuentran y como el título nos dice, el recuerdo.
Quizá no todas estas películas sean memorables,
pero si vamos a un clásico entre los clásicos como “Casablanca” (M. Curtiz, 1942), encontramos el renunciamiento en primer plano. Ya
no está velado, no son las circunstancias que atraviesan, ni un accidente lo
que se interpone. Cuando ella se había decidido a dejar a su marido por él,es el
propio protagonista quien abandona a la
mujer de su vida al pie del avión. Dos frases históricas: “Siempre nos quedará
París” y “Creo que éste es el comienzo de una hermosa amistad” nos permite
homologar al Rick de Bogart con el Cabezón de Fontanarrosa, los dos prefieren
tomarse algo con los amigos para contar (con sumo placer por contar,
subrayo) lo que fue o lo pudo haber sido
que ir detrás de esa mujer que desean. Al respecto, como Sabina y Silvio, otro
cantautor sienta posición. Ismael Serrano dice: “Que no haya mas despedidas, que no eres
Ilsa Laszlo ni yo Rick Blaine. Ni soy tan idiota, no te dejaría ir con él. El
próximo avión que tomes conmigo lo tendrás que hacer,y el camino de regreso yo
te lo recordaré.” No es casual que el
tema se llame “Amo tanto la vida”, lo
vital en oposición al no, al nunca.
Vuelvo a
preguntarme sobre estas historias, ¿Por qué atraen? ¿Qué tienen? Nos encantan
los finales felices, pero también ejercen cierta fascinación los amores
imposibles. Buscando sobre el tema, llama mi atención un poema de un autor por
mí desconocido, José A. Buesa. En su
“Poema del Renunciamiento”, enuncia todo lo que siente por la mujer amada, para
coronar cada párrafo con el estribillo: “... y jamás lo sabrás.” Es notoria la satisfacción que expresa por lo
no dicho, con una verdadera retención gozosa, controlando ese torbellino que
cual procesión “va por dentro”.
Pienso
también en las palabras que se reiteran: “nunca”,” jamás”, “siempre”. Todas
rotundas, concluyentes, inconmovibles.
¿Tendrá que ver con esa fijeza ligada a la repetición, al no cambio? En
oposición, el deseo es evanescente, pulsátil. Nada con él es seguro y
definitivo. Vuelvo a los poetas, en este caso, Pedro Guerra quién en su canción
“Deseo” da cuenta de esta intermitencia del deseo, por así llamarla. Dice: “Te seguiré hasta el final /te buscaré en todas partes /bajo la luz y las sombras/ y en los dibujos del aire/… y cuando
todo se acabe/ y se hagan polvo las hadas /no
habré sabido por qué /me he
vuelto loco por nada”
. A nosotros, ¡pobres mortales!, el deseo nos
convoca también con la otra cara de la moneda, la castración y eso, angustia. No obstante, por más complicado que
resulte seguir nuestro deseo, por más huidizo que nos parezca, aunque nunca
encontremos “el” objeto (siempre puede ser otro), ¡cuánto más divertido y regocijante es!
Quizá queremos creer en héroes capaces de no
ceder a sus deseos, que pueden bastarse con un goce ideal e idealizado, que
sabemos perdido pero ellos mantienen vivo como si no fuera un recuerdo o un
sustituto de lo posible en la realidad.