La tragedia
del hombre que busca empleo
Por Roberto
Arlt
La persona
que tenga la saludable costumbre de levantarse temprano y salir en tranvía a
trabajar o a tomar fresco, habrá a veces observado el siguiente fenómeno:
Una puerta de
casa comercial con la cortina metálica medio corrida. Frente a la cortina
metálica, y ocupando la vereda y parte de la calle, hay un racimo de gente. La
muchedumbre es variada en aspecto. Hay pequeños y grandes, sanos y lisiados.
Todos tienen un diario en la mano y conversan animadamente entre sí.
Lo primero
que se le ocurre al viajante inexperto es de que allí ha ocurrido un crimen
trascendental, y siente tentaciones de ir a engrosar el número de aparentes
curiosos que hacen cola frente a la cortina metálica, más a poco de
reflexionarlo se da cuenta de que el grupo está constituido por gente que busca
empleo, y que ha acudido al llamado de un aviso. Y si es observador y se
detiene en la esquina podrá apreciar este conmovedor espectáculo.
Del interior
de la casa semiblindada salen cada diez minutos individuos que tienen el
aspecto de haber sufrido una decepción, pues irónicamente miran a todos los que
les rodean, y contestando rabiosa y sintéticamente a las preguntas que les
hacen, se alejan rumiando desconsuelo. Esto no hace desmayar a los que quedan,
pues, como si lo ocurrido fuera un aliciente, comienzan a empujarse contra la
cortina metálica, y a darse de puñetazos y pisotones para ver quien entra
primero. De pronto el más ágil o el más fuerte se escurre adentro y el resto
queda mirando la cortina, hasta que aparece en escena un viejo empleado de la
casa que dice:
—Pueden irse,
ya hemos tomado empleado.
Esta
incitación no convence a los presentes, que estirando el cogote sobre el hombro
de su compañero comienzan a desaforar desvergüenzas, y a amenazar con romper
los vidrios del comercio. Entonces, para enfriar los ánimos, por lo general un
robusto portero sale con un cubo de agua o armado de una escoba y empieza a
dispersar a los amotinados. Esto no es exageración. Ya muchas veces se han
hecho denuncias semejantes en las seccionales sobre este procedimiento
expeditivo de los patrones que buscan empleados.
Los patrones
arguyen que ellos en el aviso pidieron expresamente “un muchacho de dieciséis
años para hacer trabajos de escritorio”, y que en vez de presentarse candidatos
de esa edad, lo hacen personas de treinta .años, y hasta cojos y jorobados. Y
ello es en parte cierto. En Buenos Aires, “el hombre que busca empleo” ha
venido a constituir un tipo su¡ generis. Puede decirse que este hombre tiene el
empleo de “ser hombre que busca trabajo”.
El hombre que
busca trabajo es frecuentemente un individuo que oscila entre los dieciocho y
veinticuatro años. No sirve para nada. No ha aprendido nada. No conoce ningún
oficio. Su única y meritoria aspiración es ser empleado. Es el tipo del
empleado abstracto. El quiere trabajar, pero trabajar sin ensuciarse las manos,
trabajar en un lugar donde se use cuello; en fin, trabajar “pero entendámonos…
decentemente”.
Y un buen
día, día lejano, si alguna vez llega, él, el profesional de la busca de empleo,
se “ubica”. Se ubica con el sueldo mínimo, pero qué le importa. Ahora podrá
tener esperanzas de jubilarse. Y desde ese día, calafateado en su rincón
administrativo espera la vejez con la paciencia de una rémora.
Lo trágico es
la búsqueda del empleo en casas comerciales. La oferta ha llegado a ser tan
extraordinaria, que un comerciante de nuestra amistad nos decía:
—Uno no sabe
con qué empleado quedarse. Vienen con certificados. Son inmejorables. Comienza entonces
el interrogatorio:
—¿Sabe usted
escribir a máquina?
—Sí, ciento
cincuenta palabras por minuto.
—¿Sabe usted
taquigrafía?
—Sí, hace
diez años.
—¿Sabe usted
contabilidad?
—Soy contador
público.
—¿Sabe usted
inglés?
—Y también
francés.
—¿Puede
ofrecer una garantía?
—Hasta diez
mil pesos de las siguientes firmas.
—¿Cuánto
quiere ganar?
—Lo que
ustedes acostumbran pagar.
—Y el sueldo
que se les paga a esta gente -nos decía el aludido comerciante— no es nunca
superior a ciento cincuenta pesos. Doscientos pesos los gana un empleado con
antigüedad… y trescientos… trescientos
es lo mítico.
Y ello se debe a la oferta.
Hay farmacéuticos que ganan ciento ochenta pesos y
trabajan ocho horas diarias, hay abogados que son escribientes de procuradores,
procuradores que les pagan doscientos pesos mensuales, ingenieros que no saben
qué cosa hacer con el título, doctores en química que envasan muestras de
importantes droguerías. Parece mentira y es cierto.
La
interminable lista de “empleados ofrecidos” que se lee por las mañanas en los
diarios es la mejor prueba de la trágica situación por la que pasan millares y
millares de personas en nuestra ciudad. Y se pasan éstas los años buscando
trabajo, gastan casi capitales en tranvías y estampillas ofreciéndose, y nada…
la ciudad está congestionada de empleados. Y sin embargo, afuera está la
llanura, están los campos, pero la gente no quiere salir afuera. Y es claro,
termina tanto por acostumbrarse a la falta de empleo que viene a constituir un
gremio, el gremio de los desocupados. Sólo les falta personería jurídica para
llegar a constituir una de las tantas sociedades originales y exóticas de las
que hablará la historia del futuro.